martes, 22 de diciembre de 2009

Misericordia y sacrificios

Del Padre Alfonso Torres

El festín de San Mateo (correspondiente al décimo domingo del tiempo ordinario del ciclo A)

El hecho del banquete en sí mismo apenas si necesita declaración. Leví o
Mateo, transportado de gratitud y gozo por la gracia recibida, quiso
celebrarla a su modo ofreciendo un festín al Señor, al cual asistieron sus
antiguos compañeros de profesión, los publicanos, en gran número. San
Mateo mismo es quien lo dice del modo más expresivo, escribiendo: muchos
publicanos y pecadores... estaban a la mesa con Jesús. No tuvo Mateo nada
que se pareciera a los respetos humanos de Nicodemo, aunque su ambiente
era más descaradamente pecaminoso que el de este, antes al contrario hizo
fervorosa ostentación de su cambio de vida y de su amor a Jesucristo.

Ya en los antiguos imperios de la Mesopotamia era costumbre comer
recostado en un lecho. Desde los tiempos helenísticos debió introducirse esta
costumbre en Palestina como en Grecia y Roma. Conforme a ella se celebró
el festín de Mateo y por eso nos dice el Evangelio que los comensales
estaban, recostados a la mesa.

Si San Mateo hollaba los respetos humanos celebrando un banquete en honor
de Jesús, mucho más los hollaba el mismo Jesús comiendo con los
publicanos. Sabía muy bien el divino Maestro que los fariseos pondrían el
grito en el cielo cuando le vieran sentado a la mesa con hombres tan
despreciados, y sin embargo aceptó la invitación, para enseñar y probar
pública y solemnemente su amor a los pecadores, con obras y palabras. Con
las obras lo probó por el hecho de sentarse con ellos a la mesa; con palabras
por lo que vamos a oír.

Como vieran los escribas y fariseos que Jesús comía con los pecadores, se
acercaron a los discípulos, sin duda hallándolos acaso fuera de la sala del
festín, y les dijeron: ¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y
pecadores? Según San Mateo y San Marcos la acusación embebida en esta
pregunta iba dirigida singularmente contra Jesús, y sin duda tal era la
intención de aquellos hombres, aunque englobaran en sus palabras a Jesús y
a sus discípulos, como refiere San Lucas. Punto de obligación y de honra era
para aquellos sepulcros blanqueados apartarse altaneramente de los
pecadores como ya dijimos en otra ocasión.

Fue Jesús mismo quien respondió a la insidiosa pregunta, y quien nos ha
conservado la respuesta íntegra es precisamente San Mateo. Los otros
evangelistas la abrevian, mientras San Mateo la escribe de este modo: No
han menester médico los sanos, sino los que están malos, Id, pues, y
aprended qué quiere decir: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he
venido a llamar justos, sino pecadores (Mt. 9, 12-13). ¡Palabras benditas que
son el fundamento de toda nuestra esperanza! ¡Qué bendición hubiera sido
para los escribas y fariseos si las hubieran oído con humildad en vez de
encastillarse en la propia soberbia!

Como el buen medico acude a los enfermos y no a los sanos Jesús Médico
divino de les hombres, acude a los pecadores, a los que padecen la peor de
las enfermedades del alma, que es, el pecado. Y acude antes que se le llame.
Con amorosa solicitud nos busca para sanarnos, hasta cuando nosotros nos
olvidamos de nuestra salud espiritual.

Si los escribas, y fariseos en vez de acudir a los enfermos del alma huyen de
ellos y los rechazan es porque, leyendo las escrituras asiduamente, no
entienden lo que ellas, enseñan. El Señor había dicho por boca del profeta
Oseas: Misericordia quiero y no sacrificio (Os. 6,6). Quien conoce la índole de
la lengua hebrea sabe que el Señor no había querido decir con esta frase de
un modo absoluto que le desagradaban los sacrificios-lo cual por otra parte
hubiera sido un contrasentido, puesto que El mismo los había mandado-pero
sí que prefería a ellos la misericordia. La suprema ley es la del amor y a ella
se han de subordinar todas las demás. La misericordia no es más que una
forma del amor.

Por eso dice Jesús a los escribas y fariseos como a discípulos tardos y
desaprovechados: Id y aprended qué quiere decir: Misericordia quiero y no
sacrificio. Meticulosos hasta el ridículo en todo lo que era práctica exterior,
ignoraban lo más hondo y santo de la ley, que es la caridad. Si lo hubieran
conocido, ellos hubieran sido los primeros en desvivirse por los pecadores, en
vez de despreciarlos. Jesús al buscar a éstos no hacía más que ejercitar la
caridad, cifra a la vez y cumbre de todos los preceptos divinos. Aquellos
doctores infatuados, en vez de escandalizarse al ver a Jesús entre los
pecadores, hubieran debido imitar su divina misericordia y su celo insaciable.

¡Qué consuelo hubieran tenido los escribas y fariseos al oír tales palabras a
Jesús, si hubieran reconocido los pecados que llevaban en el alma! Pero
prefirieron embriagarse de soberbia a pedir humildemente la salud al Medico
divino, y a la vez se incapacitaron para gozar uno de los goces más puros e
íntimos del alma: el goce de sacrificarse por los pecadores y trabajar por
sacarlos del pecado.

Tácitamente fueron rechazados cuando Jesús siguió diciendo: Porque no he
venido a llamar justos, sino pecadores. Pues aunque Jesús había venido al
mundo para todos los hombres, si alguien se podía considerar excluido, no
por voluntad de Cristo, sino por propia voluntad, de su divino llamamiento
era quien creía bastarse, a sí mismo, quien se tenía por tan santo que
rechazaba la gracia del Redentor. Y tales eran los fariseos.

Pero veamos con más precisión el alcance de una sentencia tan consoladora
para nosotros. El sentido general de ella es el mismo que tiene la parábola de
la oveja perdida. Jesús, Buen Pastor, deja si es preciso las noventa y nueve
ovejas que tiene en el redil para buscar la oveja que se le extravió. Por eso
puede decir que no ha venido para llamar justos, sino pecadores. A la luz de
este sentido general se puede precisar todavía más el alcance de la
sentencia, Cuadra perfectamente con ella la doctrina de Santo Tomás, según
la cual si el hombre no hubiera pecado no se hubiera encarnado el Verbo de
Dios; tan perfectamente cuadra, que para defender lo contrario hay que
retorcer de algún modo las palabras que comentamos. Si se rechaza la
doctrina de Santo Tomás, ¿que sentido se podrá dar a la frase: no he venido
a llamar justos? Pero bajando de estas esferas doctrinales a lo más concreto
y práctico, hemos de añadir algo que sugiere la misma historia evangélica.

Cuando vino Jesús al mundo, encontró almas justas y a ellas se manifestó en
primer termino. Recordemos a la Virgen Santísima. San José, Zacarías,
Isabel, Simeón, Ana la profetisa y al Santo Precursor cuya vida y apostolado
considerábamos al comenzar el presente curso. Esto nos enseña que la frase
no he venido a llamar justos, ha de entenderse con las convenientes
atenuaciones. Por otra parte al empezar su ministerio público empezó Jesús a
encontrar pecadores en su camino. Todavía está fresco en nuestra memoria
el encuentro con la samaritana, y en la última lección sacra hubimos de
comentar la conversión de Mateo, el publicano que ahora obsequia al Señor
con un banquete. Estas dos series de hechos contrapuestos se armonizan
pensando que aun los justos que halló Jesús, lo eran por gracia de El mismo;
pero sobre todo recordando una delicada doctrina de San Agustín en su
comentario a la primera epístola de San Juan.

Para declarar el amor de los enemigos se vale el santo doctor de esta sencilla
imagen. Cuando un carpintero ve caído un tronco deforme y tosco, se alegra
y goza pensando en lo que de aquel tronco puede hacer. Su arte lo
transformará en objetos útiles y bellos. Pues así hemos de hacer nosotros al
encontrar enemigos, puesto que así hace Dios, cuando encuentra al pecador.
Se goza viendo lo que su poder divino y misericordioso puede hacer de, él.
Como decía San Pablo: todos los hombres pecaron y están privados de la
gloria de Dios (Rom. 3,23). Con ellos despliega Jesús su amor de celo, para
poder luego poner en ellos su amor de complacencia. En los justos se
complace y con los pecadores despliega el cedo que le devora.

Como expresión de ese celo exclama: no he venido a llamar justos sino
pecadores. El amor de celo, fruto de infinito deseo de hallar sus
complacencias en los, hijos de los hombres para bien de ellos, le trajo del
cielo a la tierra y gobierna como norma suprema sus trabajos y sus
sacrificios. Su deseo de poder complacerse en los hombres le hace
entregarse sin reserva y ante todo a convertir pecadores.

(Lecciones Sacras sobre los Santos Evangelios, Ed. Escelicer, 1945, Pág. 389-394)


fuente: http://www.homiletica.org/ive0367.pdf